miércoles, 1 de enero de 2025

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EL VALOR DE LAS PALABRAS...
Dime como piensas…y te diré que mundo te cabe.

El modelo mental previo de la percepción, interpretación y propositividad de la organización social que nos entorna, actuando como referente práctico o como sistema ideológico, refrenda y legitima luego la totalidad del proceso interpretativo de cada suceso. Por eso unos y otros “vemos cosas” distintas al mirar los mismos objetos interactuar , y así sacamos seguidamente diferentes conclusiones causales y valorativas de esos procesos que aunque ocurren con una dinámica propia objetiva -es decir espacio-temporalmente por fuera de nuestra subjetividad- sin embargo los ordenamos en secuencias disímiles a la hora de evaluarlos. Los sesgamos con arreglo a nuestras preferencias “lógicas” consecuencia no de una evidencia trascendente sino de nuestra escala valorativa y necesidad emocional  “ad hoc”. Los socio-comunicólogos llaman este proceso cotidiano “sesgo de disponibilidad” (lo que se ofrece ahí fuera para su selección significativa) y “sesgo de confirmación” (termino seleccionando lo que busco encontrar para confirmar mis creencias).
Cuando esta dialéctica resulta extrema se hace irreductible a la contrastación alternativa y surge la “polémica” (confrontación de posiciones imaginarias opuestas por sobre el análisis de la tensión suplementaria o complementaria de intereses legítimos). Y ya se sabe que se empieza cediendo en las palabras y luego se termina cediendo en los hechos.
En tanto que un camino diferente hacia el esfuerzo por descentralizar las ideas por parte de los protagonistas, los llevaría a un “debate” de fundamentaciones (en lugar de los agobiantes y tóxicos “fundamentalismos”, propios de los fanatismos de ayer, de hoy y de siempre) capaz de flexibilizar posiciones y explicitar intereses, lo que muda el dilema insoluble y lo transforma en problema soluble. La etapa final de este segundo camino es el acercamiento de intereses comunes y la negociación de aquellos intereses particulares. El común denominador lleva de lo abstracto a lo concreto, del dilema al problema y de éste a encontrar la solución, potenciando así el valor ético y crucial de las palabras.















                                                                         
















sábado, 2 de marzo de 2024

Entropía: caos y control, una cuestión de medida

 SOCIEDAD Y ORGANIZACIÓN

Entropía: caos y control, una cuestión de medida

(equilibrio y crisis en la organización individual y social) 

Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com

“Nosotros causantes también del universo, de su creación y de su futura destrucción”- Baudelaire

D

icho de manera simplista “entropía” alude al  grado de desorden que tiene o tiende a tener un sistema, cualquiera sea su naturaleza: biológica, social, organizacional, comunicacional, etc.

La palabra deriva del griego y podríamos asimilar su significación a la transformación o cambio de calidad de un orden originalmente determinado por la interacción de sus propias características internas con las de su entorno. Siendo la entropía un patrón de medida nos dirá algo acerca del grado de organización o desorganización presente en un sistema y de su tendencia. Se ha mostrado que los sistemas aislados tienden al desorden, concibiendo ese desorden como una tendencia al caos con el correr del tiempo.

Por “caos” aludimos a la dinámica resultante de sistemas que evolucionan de manera inestable, con arreglo a una gran dependencia de las condiciones iniciales, siendo esta dependencia una característica central de los procesos caóticos, que parecen oscilar entonces entre lo imprevisible y lo recurrente. Por eso lo caótico no es -en sentido estricto- aleatorio (producto neto del azar) ya que su imprevisibilidad sería relativa solo al corto plazo y no a proyecciones de lapsos extendidos.

Caos y control

Al aplicar el concepto de entropía al mundo de la comunicación humana en el ámbito de las organizaciones (cualquiera sea el ámbito de actividad) esperamos percibir el grado de incertidumbre (desorden de las certezas) que un mensaje genera en el receptor. Por ejemplo, una directiva de un directivo a su empleado: a mayor incertidumbre acerca de las consecuencias positivas o negativas de un mensaje, mayor tendencia al desorden de un sistema de comunicación efectivo. Si la certeza sobre los objetivos de una directiva es absoluta, diremos que la entropía es nula, pero -como veremos después- también será nulo el movimiento y la creatividad del receptor.

La relación entre orden y caos es dialéctica: para que exista un orden debe referirse a una potencial situación de desorden.

En ciertos ámbitos productivos en que la organización del trabajo se presenta incierta en cuanto a su “racionalidad operativa”, justamente los patrones de comunicación suelen ser ambiguos generando incertidumbre en relación con las expectativas de las tareas y los procedimientos involucrados en ellas. La consecuencia de esta situación es una pérdida paulatina del orden original y una tendencia a la disminución de la calidad de los resultados, además de la aparente imprevisibilidad del surgimiento de dificultades, errores y siniestros que son así definidos como “accidentales”, productos precisamente de lo aleatorio. Sin embargo, este escenario pareciera responder más a los sistemas “caóticos”, ya que son las “condiciones iniciales” de estilo de gestión, liderazgo, comunicación, conflictos y organización del trabajo conforme a los puestos y roles, etc., las que empujan y direccionan circularmente al sistema.

El desorden resultante percibido como anárquico, azaroso, o errático sería en verdad un producto recursivo de una inestabilidad caótica que oscila entre factores instituidos latentes, (variables ocultas sin resolver, intereses discrecionales, mitos o conflictos irresueltos) que podemos asimilar a lo que lo que se denominan polos “atractores” y “lo contingente cotidiano” (circunstancias instituyentes que surgen efectivamente aleatorias y por tanto no previsibles).

En otras palabras, decimos que hay un cierto orden (caótico por lo sesgado) en el desorden (azaroso en apariencia). Es decir, un “desorden organizado”, no por alguien sino por la “naturaleza caótica” del sistema mismo.

Entropía y sociedad

Luego, los estilos dirigidos a mantener un orden sostenido en relaciones acríticas de poder -que no admiten las expresiones  reflexivas instituyentes de ida y vuelta, ni pluralidad de estilos coexistentes y convergentes en una tarea de interés común y en un ambiente de libertad e iniciativa personal creativa- son propios de estilos de “liderazgos directivos”, sean de tipo autocrático o no, con rutinas unidireccionales que tienden a crear sistemas cerrados sobre una única lógica de comunicación: la vertical descendente, sin realimentación. Esto en teoría crea la ilusión de tener el control sobre la tendencia al desorden, -lo que se observa especialmente en los ambientes laborales- al tiempo que impediría cualquier intento protagónico de abrir creativamente la organización de las tareas comunes, sin burocratizarlas innecesariamente.

Sin embargo, a largo plazo, estos sistemas de control, al aislarse y limitar al máximo los intercambios con otros sistemas que los cuestione, desnaturalizan sus presuntos objetivos perdiendo capacidad de realimentación positiva y consolidando prácticas discrecionales cada vez menos efectivas, como, por ejemplo, dificultades crecientes en la eficacia y la eficiencia para con el afuera del grupo social de pertenencia y referencia. Esto, con el tiempo, se manifiesta como tendencia al burocratismo y la discrecionalidad a favor de mantener un equilibrio interno cristalizado: por ejemplo, en el caso de una organización laboral suele suceder que ha perdido flexibilidad adaptativa.

La falacia de la entropía nula

Lo que es propio para analizar a las organizaciones puntuales, “mutatis mutandis”, puede ser aplicado -tomando los recaudos pertinentes a la multiplicidad de otros factores incidentes- para entender la deriva sociocultural y política de las sociedades bajo sesgos autocráticos, sean demagógicos populistas, autoritarios o directamente de formato totalitario, que tienen la ilusión de “controlarlo todo”. Un absurdo fáctico que se observa tanto en lo micro como en lo macro, en ignotos jefes de oficina o en funcionarios públicos.

Así, mantener una presunta entropía “nula” es finalmente una ilusión que, a la larga resulta autodestructiva, ya que crea las condiciones del surgimiento de crisis socioculturales que aumentan la tendencia al “desorden anómico”, en lo inmediato individual reactivo sincrónico (depresión, pérdida de proyecto de vida, autoagresión, confusión, etc.) y en lo mediato (sincrónico) socio grupal, por ejemplo una degradación caótica (anomia social, marginalidad, transgresión de límites, conflictividad permanente, rebeldía a lo establecido y a las leyes, contracultura antisistema, odio al diferente, resentimiento ideológico, etc.)

La tolerancia hacia cierto “desorden creativo” (efecto del pluralismo comunicacional) y su utilización saludable dentro de límites controlables para el funcionamiento de la convivencia social, hace de la inercial “tendencia al caos” una posibilidad enriquecedora de crecimiento en libertad. Parafraseando a Alberto Cortez: “Ni poco, ni demasiado, todo es cuestión de medida”.

Imágenes:

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jueves, 8 de febrero de 2024

LA ILUSIÓN DE UN PORVENIR

 Psicología social y cultura política



La ilusión de un porvenir (*)  
por Alberto Farías Gramegna 

“Sé lo difícil que es evitar las ilusiones, y es muy posible que las esperanzas por mí confesadas antes sean también de naturaleza ilusoria” - Sigmund Freud

“Después que importa del después, toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado. Eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz…”- Virgilio y Homero Expósito

 

E

n "El porvenir de una Ilusión", (1927) Sigmund Freud hace un análisis acerca de la necesidad  humana de "creer" o "ilusionarnos", a través de las ideologías religiosas, políticas, sociales o eligiendo íconos mesiánicos de cualquier índole, y de esa manera contrarrestar los miedos y sufrimientos de la vida cotidiana. Un ejemplo son los integrismos y fundamentalismos ideológicos  por diestra y siniestra que vuelven a asomar su pútrida cabeza en el mundo globalizado de hoy.

Freud nos advierte que “ilusión” y “error” no son sinónimos: “Una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error (…) Es un error la creencia aristotélica afirmando que la suciedad engendra los parásitos; en cambio, fue una ilusión de Cristóbal Colón creer que había descubierto una nueva ruta para llegar a las Indias. La participación de su deseo en este error resulta fácilmente visible. También resulta una ilusión la afirmación de ciertos nacionalistas afirmando que los indogermanos son la única raza susceptible de cultura (…) Calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real” (op.cit)

Para que haya ilusión ha de haber un deseo de ocurrencia. Por eso la ilusión no tiene por fuerza que ser falsa, irrealizable o contraria a la realidad posible, en todo caso diremos que nada garantiza que realmente acontecerá en el futuro.

Con la esperanza no alcanza… 

Establezcamos ahora una nueva diferencia que en el citado trabajo aparece reiterada a manera de un “va de suyo”: la que hay entre la naturaleza de la "ilusión" y  la actitud específica que llamamos "esperanza": “Hallándonos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar muy bien que algunas de nuestras esperanzas demuestren no ser sino ilusiones”. La ilusión se co-instituye  integrada al pensamiento mágico  (como el de los niños)  y avanza en la dirección al cumplimiento de los deseos con el sólo hecho de pensar en ellos.

La potestad del pensamiento fuerza la realidad  pretendiendo que esta no interfiera con el final deseado. La ilusión desde luego no es privativa de los niños: como adultos más de una vez quedamos enajenados en la fascinación  a la espera del acontecimiento maravilloso que sucederá porque así lo queremos.

Pero a diferencia de la ilusión, la esperanza se relaciona comprensivamente con la posibilidad estadística de que un hecho tenga una razonable posibilidad de suceder  de acuerdo con nuestros proyectos y desde luego también con nuestros deseos: tener la esperanza de ver llover sobre la siembra es distinto a la ilusión de obtener “per se” una buena cosecha. La sola ilusión nos mantiene soñadores pasivos, ingenuos, dependientes de “ver qué pasa”, en la inacción. La esperanza por el contrario nos motiva para seguir construyendo los sueños de nuestras cabezas. Pero con la esperanza no alcanza…hay que agregarle la acción de nuestras manos, acompasadas al ritmo de lo probable o azaroso.

¿Querer es poder?

Debemos diferenciar finalmente “voluntad” de “voluntarismo”. El voluntarismo como forma de alcanzar logros se sostiene en última instancia en otra ilusión: la que piensa que siempre “querer es poder”. La voluntad es sin dudas condición necesaria para iniciar una acción orientada a un logro, pero no es suficiente porque la voluntad como motor del deseo debe crear luego las condiciones de factibilidad de ese logro. El éxito de un proyecto es el resultado de una construcción que se inicia en la esperanza de la efectividad de un emprendimiento, y no el precipitado causal de una ilusión. Si así pareciera derivada en el tiempo, sería más bien por orden de una casualidad. Una esperanza que reposa en la ilusión es una “seudo-esperanza”. El voluntarismo exacerbado como propuesta única de interacción con el mundo -por ejemplo en política- es una seudo-ideología que supone la creencia en la supremacía de las ideas y el triunfo de la voluntad autoritaria por sobre los límites materiales y las leyes que regulan los sistemas sociales, económicos, políticos o culturales. El resultado suele ser siempre el mismo: la frustración, al no aceptar que la omnipotencia es una característica insensata de la inmadurez de hombres y sociedades por lo que los triunfalismos megalómanos sucumben ante la realidad que pone fin a sus ilusiones. Nos dice Jean Cottraux “Toda ideología triunfalista termina por toparse con la realidad, que un día pone fin a sus ilusiones”.

El pasado es un prólogo

Nuestra sociedad, muy afecta a los recuerdos, suele alentar al “sapo cancionero” para que en lugar de construir, siga cantando su deseo, porque “la vida es triste si no la vivimos con una ilusión”. Y si de sapos de trata, los ciudadanos se han tragado muchos a lo largo de la fatigada historia político-institucional del país. La legítima esperanza en un porvenir próspero que restablezca plenamente la racionalidad, la Ley y la honestidad en las aún débiles instituciones republicanas, deterioradas por décadas de actos destituyentes, dádivas ilusorias, divisiones interesadas, mentiras demagógicas y relatos populistas, no alcanza sin embargo, para alejar el riesgo de otra frustración. Es necesario reconocer que los sueños se construyen con las manos y sólo se hacen realidad cambiando críticamente actitudes e ideas culturales atávicas que se han revelado ora anticuadas, extraviadas y necias, ora oportunistas, hipócritas y obsecuentes, ya que detrás de sus seductoras declamaciones grandilocuentes solo habita un vacío nostálgico, una nada anómica. Shakespeare escribió: “El pasado es un prólogo”, porque cuando el pasado modela el futuro el porvenir es sólo una ilusión.

 (C) by AFG 2023- El original de este artículo fue publicado en La Capital de Mar del Plata (2017)

(*) El presente artículo se incluye en el  libro “El árbol y el bosque”, una relación mutuamente condicionante, editado en 2023 en España. 

Imagen https://1.bp.blogspot.com/XmmBbCVhS3U/TeeXguR5HlI/AAAAAAAAAAU/PCRc0yHVGAw/s1600/el%2Bporvenir.jpg

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lunes, 22 de enero de 2024

ESTAMOS DE VACACIONES...

 Sociedad, vacaciones y turismo

Estamos de vacaciones (*)

(una mirada psicosocial)

Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com

 

V

   amos a analizar algunas características psicosociales de ese período tan idealizado y esperado por todos, o por casi todos: las vacaciones

 

Vacaciones y turismo: juntos pero no revueltos. Una pareja de la modernidad

La vacación no necesariamente implica turismo, aunque por lo general se lo relaciona. La palabra “vacación” alude a tomar “vacancia” de las tareas rutinarias y metódicas vinculadas con la necesidad, el estudio y el compromiso con un rol productivo fijo.

Las vacaciones vinculadas al turismo es una pareja indisociable de la modernidad. El turismo, tal como lo conocemos es un invento de la sociedad industrial, particularmente occidental, a partir de finales del siglo XIX. Volviendo a las vacaciones diremos que son una ruptura con las secuencias de comportamientos conocidos en los que nos refugiamos, regulando así la cuota de ansiedad frente a lo nuevo, como inevitable resultado de adaptación social.

Se supone que cada uno de nosotros buscará en sus vacaciones el encuentro con momentos de disfrute a través del contacto con nuevos ambientes naturales o el esparcimiento y la distensión en el juego, el descanso y el placer de pasear o conocer lugares y personas, o tal véz, practicar el deporte favorito, la lectura o realizar tareas hogareñas postergadas, para los que se quedan en la casa. Pero no se puede ignorar que, en sentido estricto, para la mayoría de los mortales, las vacaciones cobran una dimensión totalizante y genuina cuando se acompaña con el turismo. Viajar e instalarse en otros lugares, sin obligaciones laborales y con planes de excursión, descanso o conocimiento libre, va acompañado de fantasías de ponerse a salvo de las tensiones más crueles de la vida cotidiana.

El cambio de contexto

“En vacaciones turísticas soy omnipotente y todo es posible”, parece que nos dijéramos al oído cuando subimos al vehículo que nos habrá de llevar a la meta dorada. Para los jóvenes y adolescentes, vacacionar como turista es exigirse a pleno, probarse en el desafío de la conquista amorosa que les mostrará las delicias de los amores de verano, habitar el ruido de los boliches y seguirla hasta la madrugada en algún fogón improvisado junto al mar o en el café de moda. También es el reencuentro con los amigos del año anterior y la ilusión de tragarse el mundo en pocos días, a mil por hora.

Hoy es cada vez más frecuente que jóvenes, recién llegados a la adolescencia salgan solos o en grupo de vacaciones, con la mochila al hombro y una carpa o a la búsqueda de un alojamiento económico, llenos de ansiedad por la aventura que inician lejos del hogar y que es sin dudas una forma de probarse en sus autonomías y capacidades de decidir; un desafío que exigirá autorregulación y prudencia para resultar una experiencia exitosa que ayude al crecimiento.

Pero vacaciones y turismo, al ser ruptura de lo cotidiano y cambio de roles, es también aparición de nuevas tensiones derivadas de la pérdida de las defensas habituales que utilizamos para comunicarnos y sostener formas de relación a las que nos hemos acostumbrado dentro y fuera de nuestros grupos familiares. Es también el surgimiento de momentos de confusión y desorientación o de sensaciones temidas por desconocidas o por expresar partes negadas de nuestra personalidad.

La ruptura de la cotidianeidad

La ruptura de lo cotidiano, del marco que nos hemos construido con nuestras rutinas y compromisos, genera en un principio, cierta desazón o ansiedad, con motivo del cambio de secuencias de comportamiento articuladas mecánicamente: hora de levantarse, desayuno familiar, salida al trabajo, al estudio, tareas programadas, vuelta a casa, ver el programa favorito, etc.

Es cierto que hoy por hoy, las actuales circunstancias psicosociales con su carga de preocupación económica y crisis profunda de las ideas, las creencias y las instituciones, constituye de por sí –y a diferencia de épocas más estables- un nicho de factores estresantes que hacen de lo cotidiano una secuencia de incertidumbres que terminan debilitando la fortaleza emocional y la continuidad de la propia identidad. No obstante, las vacaciones -ya que presuponen un alto en la rutina laboral- son, para quien pueda tomarlas, una
discontinuidad de lo previsible y recurrente.

La primera necesidad que aparece cuando empiezan las vacaciones es paradojalmente “buscar qué hacer”, y cómo hacerlo, programar una “rutina del ocio”. El no hacer nada, el vagar sin reloj al encuentro de lo nuevo o interesante, no resulta fácil para todo el mundo. Esta tendencia a rutinizar las vacaciones, -a más de ser estimulada necesariamente por la industria de la diversión- obedece primordialmente al temor de experimentar un “vacío de acción” propio de una cultura que promociona exageradamente el actuar como valor “per se” en desmedro de la contemplación o el pensamiento como antesala y guía del acto físico. Sin embargo, una excesiva rigidez en la planificación de las vacaciones podría desembocar en una sensación paradójica de aburrimiento.

El “ser” del turista en vacaciones

Para el turista, el cambio de ambiente con sus estímulos quizá vertiginosos y la circunstancia de no ser conocidos en el lugar turístico aumenta nuestra sensación de libertad interior y hasta la idea de ser inmunes al dolor o la desgracia. Hay de hecho un cambio de la “identidad de rol”: de vecino a turista.

Así el “ser del turista” modifica en parte la percepción del entorno objetivo. A veces, el control se pierde poco a poco y se cae en la desmesura, el exceso peligroso o la franca irresponsabilidad. Así, se bebe hasta la náusea, se come hasta sentirse reventar, muchas veces casi no se duerme, se corre a velocidades mortales o se intentan actividades para las que no se está entrenado debidamente o sin tomar los recaudos de seguridad que impidan la mutación de una diversión en una tragedia: de año en año las rutas turísticas son fuentes de accidentes motivados por la imprudencia derivada de la sensación de ser omnipotentes.

Esta ruptura de lo cotidiano que producen las vacaciones unido al sentimiento de libertad puede desembocar en algunos casos en una permisividad para infligir normas morales o jurídicas. Sin embargo, por suerte la mayoría de los visitantes logran equilibrar sensata y adecuadamente los cambios de rutinas con la prudencia y el límite racional que nos preserve de lo desagradable.

Se trata entonces de disfrutar permitiéndose un desenchufe de las tensiones cotidianas, pero sin perder de vista que seguimos siendo vulnerables, aunque a veces lo olvidemos solo porque -y más allá de la crisis social y económica- estamos de vacaciones.

(*) La versión original ampliada de esta nota apareció en la edición de papel del matutino La Capital de Mar del Plata, Argentina, hace mas de 15 años. Luego hay un remake de enero de 2023 en la web del mismo medio, con un error involuntario de edición, ya que se omitió al subirlo al website del diario, la letra capital “H” de inicio del texto del artículo.

La presente versión está reducida en la presentación contextual del artículo.

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lunes, 25 de diciembre de 2023

AQUELLOS FUERON LOS DIAS

Breves historias desde la mesa de un bar...

Aquellos fueron los días 
(historia de un hombre incierto que no pudo ser)
Por Alberto Farías Gramegna

textosconvergentes@gmail.com


“El Hombre es el ser por el cual la nada adviene al mundo”  - JP Sartre

“Escribía sentado en aquel bar de los suburbios, mientras llevaba ya su tercer café” - A Relmú                                                                                    


Las montañas  estaban por aquellos días mas  altas y  brillantes que nunca. Era una delicia respirar la brisa húmeda de los robles de la finca en una época de misterio y alegría verdadera, donde lo real se mezclaba irremediablemente con lo imaginario. Bob Hope, Judy Garland y Bing Crosby cantaban adorablemente en el aparato de radio, y Marilyn  mostraba su inquietante escote con la sonrisa ingenua que nunca ninguna mujer pudo lograr después.

Aquellos fueron los días de vino y rosas bailando en el Savoy, mientras los cañones sonaban lejos, aplastando al odiado enemigo fascista. Mario lo sabia todo el tiempo y en eso pensaba cuando luchaba con el barro y las zanjas volanteando su Willys 43 camino a la barriada. Los años habían marcado a fuego su espíritu inquieto y aventurero, lleno de ideas grandiosas de justas reivindicaciones sociales, donde todo cabía: el mar del atardecer, las sombras de la noche de naipes, las nubes desde el planeador entelado, los libros y la gloria, las mujeres y el sueño de la fama.

Laura ocupaba, por aquellos días, un lugar central en sus planes. Se diría que nada era posible sin ella, aunque la idea de fidelidad nunca entró en sus convicciones. Mario lo supo siempre, pero se negaba a reconocerlo, y entre Camel y Camel imaginaba flotando en las volutas del humo, su finca rodeada de montañas, sus hijos jugando y a él mismo escribiendo su mejor ensayo inspirado en el escote de Marilyn, a quien había conocido personalmente en Los Angeles cuando participo del Encuentro de escritores latinoamericanos. Había pensado invitarla a bailar en la calle como Fred Astaire con Ginger Rogers, pero se conformó con besar su mano y decirle en un extraño y mal pronunciado ingles que “I’ m so much complaced know you, lady.” Ese fue un encuentro inolvidable que lo conmovió hasta el punto en que llegó a pensar en declararle su amor.

Pero el tiempo, que todo lo puede -recordó impresionado esa frase en boca del viejo Lluna cuando la muerte de Ryan, al caer su avión junto al lago Arauca- lo puso otra vez en camino a su finca natal. Ahora Mario era uno más en la debacle de la utopía adolescente, un dinosaurio comprado por los vientos de la cotidiana realidad de la sobrevivencia.

Sus víctimas eran los incautos visitantes que se acercaban al Museo del Siglo, una casona despintada que le había dado el gobierno para que allí arme su rompecabezas de recuerdos y hechos de gloria.  Desde su oficina de director del museo podía ver entrar los barcos cargueros a la bahía, entintada en restos del ultimo naufragio petrolero. Era su ocupación de todo el día, por la que recibía un miserable sueldo, sin embargo, la mejor paga de la barriada del puerto, donde los changadores y los policías contaban monedas para llegar a fin de mes.

El jeep saltó varias veces sobre los pozos del camino y Mario se golpeó la cabeza contra el parante de la capota. Miró la hora y vio que faltaban cinco minutos para el medio día y la lluvia seguía más intensa que antes. Recordó cuando comenzó toda la pesadilla, mientras también llovía como ahora, fuerte y arrachado. Tuvo por aquel entonces mucho miedo porque sabía sus limites y su propia historia no hacía más que confirmarlo.

Después de aquella crisis familiar Laura se fue de sus mañanas y sus montañas, pero no de sus sueños intactos.  A sus hijos los volvió a ver después de siete años, cuando viajó a Roma, donde a la sazón vivían con la madre. La tristeza duró muchos años, dentro y fuera de su cuerpo y él siempre supo el resultado. Llegó a pensar que había sido elegido por el destino para saber antes que los demás lo que pasaría a su alrededor y esa tortura lo acompañaba desde sus años escolares, cuando la maestra le decía que era “un niño prodigio”.

                                                               *  *  *

Cuando finalmente detuvo el jeep frente al museo, lo esperaba un hombre de aspecto tranquilo, vestido con un traje negro que brillaba gastado de tanto uso, que le estrechó la mano mientras le informaba que venía a buscar información sobre la hazaña del velero Hermes, en los años cincuenta. Mario lo hizo pasar y juntos subieron a la oficina.

En la bahía, mientras tanto, salía un carguero esparciendo humo negro en la plácida atmósfera del mediodía. Una escena repetida dos y tres veces por día, que él la encontraba terriblemente melancólica.

Desde aquellos lejanos días de misterio y entusiasmo juvenil, había ido cayendo en una cada vez más fuerte depresión y escepticismo. Siempre había estado buscando el sentido del "ser-en-el-mundo", impresionado por la desprolija e ingenua lectura de "El ser y la nada", cuando por casualidad, había visto en el cine a un tal Sartre hablando sobre la existencia. Pero últimamente ya no daba monedas a los niños que mendigaban en la calle, ni iba a las cenas de beneficencia del Club de la Amistad Solidaria, ni a fiesta alguna, a las que ya tampoco lo invitaban. Mario ahora era un perfecto ermitaño aferrado a los recuerdos de su museo que ponían marco legal a sus propios recuerdos de aquellos lejanos días. Él siempre lo supo, siempre supo su final y por eso a pesar de sus esfuerzos nunca pudo sentirse feliz y en paz consigo mismo. Le debía a sus ideas principistas una respuesta digna y a su honor un duelo donde ganara la más valiente de sus tendencias.

Siempre lo supo, desde niño, cuando descubrió el infinito y pensó en la muerte y no pudo entender la eternidad, mientras corría a refugiarse en las piernas de su abuelo inmigrante italiano. Lo sabía cuándo a los diez años descubrió los preservativos en el cajón de la mesa de luz de su padre y le preguntó qué eran esas gomitas, antes de recibir una reprimenda por hurgar en la habitación de los adultos. Supo entonces,  más tarde, que la vida depende de un deseo de otro encerrado en un cajón, como el de la mesa de luz, o de aquel otro oscuro y húmedo baúl donde jugaba a vencer su claustrofobia, que nunca superó, a pesar de sus años de psicoanálisis, cuando aún creía en la omnipotencia de las causas nobles.

Lo sabía cuando a los trece años corría disfrazado de vaquero tras una chiquilla de doce, para que ella lo viera y lo amara para siempre, como en las películas de Gary Cooper, pero como ocurría allí alguien debía morir a la hora señalada. Y finalmente murió su padre en la realidad y Mario escribió una minuta y un ensayo donde no falta la referencia a las coplas de Jorge Manrique “a la muerte de su padre”. Y al igual que Manrique, él sabía todo el tiempo que uno se detiene mirando como se pasa la vida, como se viene la muerte... tan callando.

Por eso ahora en su museo, encerrado horas en la oficina de la planta alta, escribía sobre la vida y la muerte, sobre los oscuros y los patéticos hombres de la historia, sobre los sueños que no fueron tales, sino solo fantasmas precoces. Y claro sobre Laura y la revolución de los blandos poetas y las bellas almas que profesan hipócritas ingenuidades en nombre de sus propias frustraciones. Pero también ensayaba escribir sobre los artistas de la comedia musical, y las películas de Mario Soffici o Lucas Demare, que era todo junto una forma de escribir sobre él mismo todo el tiempo, como cualquier escribiente que piensa ilusoriamente en ser escritor. Y sospechaba que escribía con la seguridad que sólo da la ignorancia, tal como afirmaba Borges.

Porque escribir -había leído un aserto de su poeta favorito- es tallar en la piedra el momento de la vida en que uno caza al bisonte y lo destripa y con la sangre se pinta la cara llena de esperanza e ingenuidad, como aquel niño de trece años que por unas cuadras fue Gary Cooper enamorado de una tal Marilyn, que se hacía llamar Laura en sus mañanas de café y pan con mermelada.

Y Mario lo sabía. Sabía todo esto desde aquel día en la Iglesia del pueblo, a donde lo habían llevado sus padres para tomar la comunión y viendo a Cristo desnudo pensó que todo podía ser una farsa de cartón piedra, y que vivir de verdad bien merecía la pena de ser considerado un iconoclasta -aunque claro a esa edad no lo pensó en estos términos- pero aquella duda llegó a oídos del cura parroquial y nunca olvidó la reprimenda que obtuvo por su escepticismo agnóstico, que luego fue rector del resto de sus días.

Lo sabía, también desde que a los dieciséis una prostituta dulce le enseñó una de las cosas por la que vale la pena vivir. Y después, aquellas tardes de viento y las piernas de las mujeres que permiten ver el abismo del paraíso, la estupidez hermosa del hombre que mira lo que sabe de memoria, pero que no podría dejar de mirar con la misma compulsión que la adicción a las formas de Marilyn. Sabia esto y muchas otras cosas mas que nunca pudo llegar a escribir porque le faltó talento y decisión y porque nunca quiso arriesgarlo todo por tenerlo todo a cambio, ese todo que es la pasión.

Por eso, porque lo supo siempre desde siempre, cuando el hombre de traje negro brillante por el uso, se fue contento con sus papeles donde se relataba la hazaña del Hermes, Mario bajó tranquillo los escalones de la oficina y sin despedirse de nadie ni cerrar con llave el museo, caminó hasta el amarradero y partió en el último carguero que salió de la bahía, esparciendo humo negro en la plácida atmósfera del mediodía.

 

(*) Adaptación del original escrito en Necochea en la Navidad de 1999.

© y AFC 2023, integra el libro “Crónicas Murcianas” de próxima edición en 2024

 

                                                                         *  *  *

sábado, 23 de diciembre de 2023

ANIMARSE...

 Breves relatos desde la mesa del bar...


Animarse
(reflexiones en una tarde de lluvia)


“El miedo a la soledad engendra la soledad del miedo. Solo el vacío permite el oficio de las alas” - Elio Aprile

 Animarse: darse vida interior (Diccionario Real Academia)

S

oy el que soy, una cuestión de identidad refleja. El calor de la zarza ardiente que se revela divina en el profundo misterio de cada uno. Necesidad, identidad y creencia: un tríptico contundente que muda lo gregario en ánimo de reunión. Reunión de lo que tiende a dispersarse.
Re-ligare: religión. Enajenarse gozoso en el otro de la imagen…para encontrarse así mismo.
El tipo hablaba enfundado en su traje negro, cruzado, un tanto demodé. Hablaba engolado, tirando de cada frase, cerrada en la cómoda y estúpida lógica de la sentencia. “El valor por sobre la estructura”, pensé hermético cuando en el comienzo, el tipo, manejando histriónico el micrófono soltó sin introitos que lo más importante era “la verdad ínsita en la Palabra”.

Al rato, nomás, me fui del lugar olfateando la humedad del sahumerio, que remedaba el incienso capaz de conjurar al mismo diablo.
Estaba solo y mi cruz no era de plata. En todo caso mis flacos bolsillos clamaban el hambre de mi disimulo, más por miedo que por dignidad personal. Caminé un rato sin rumbo decidido, por entre la llovizna suave de la tarde agridulce del invierno. El barrio, desierto y en silencio, reposaba una inquietante certidumbre de rutina.
Siempre me molestó la quietud de la siesta. El caserío de mi infancia vino a mi recuerdo. Con el vuelo zumbón de los insectos alados de la tarde verde y frutal de la quinta del abuelo, rodeada por montañas cordobesas…allá lejos y hace tiempo, como quería el mítico escritor en su novela.


Caminé después buscando una avenida con algo de civilización comercial que me ofreciera refugio, una mesa y un café.
La música nostálgica saliendo de un piano de estudiante, justo detrás de los postigos, me hizo huir de ese lugar impío que parecía querer atacar mi integridad alienada en el común sentido del gesto recurrente y sostenido, tan útil en la lucha por la sobreviva cotidiana.
Estaba solo y ahí mismo, frente a mis ojos, la avenida. Sentí alivio y olvidé por un instante la lluvia pertinaz que aumentaba con insidia.
“El pionero” café-bar-picadas, rezaba el inevitable cliché pintado en el vidrio con letras de firulete.
Instalado en la mejor mesa que encontré borroneaba un poema forzado en la servilleta.
 “El monaguillo, café”, mirándome desde el costado de la taza, me envió otra vez al tipo ese del traje negro.
¿Seguiría hablando? Miré el reloj: faltaban minutos para las cuatro de la tarde. Arrugué la servilleta antes de consumar obsesivamente la quinta estrofa. No podía escribir, no podía pensar, no podía sentir…estaba solo en medio del limbo oscuro de la duda y sabía que me alejaba de la clave interior capaz de fecundar un cambio.
Insensato pretendía entender el fino límite que hace la diferencia entre la banquina y el camino.
Suspendido en el disparo, sorprendido en la torpeza de quien cree que basta con soñar, levitaba en ese bar patético, mientras aquel despachante dormitaba apoyado en el mostrador de una puñetera vida sin milagros.
La pantalla del televisor encajaba perfecto en aquella escena desbordada por el rictus de una boca acorde a la fealdad de un lugar que era al tiempo todos los lugares de mi vida. Firme junto al pueblo, informaba en rojo y blanco acerca de cómo aniquilar la inteligencia.
Tomé un café, revolviendo el final borroso de la taza. Las monedas en la mesa anunciaron la partida y caminé, otra vez caminé, en un intento de animarme, sin saber bien adonde iría. Estaba solo y había dejado de llover.

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